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Marina Colasanti nació en Asmara, Eritrea,
en 1937. Hija de padres italianos, su familia se radicó en Brasil cuando
ella era aún una niña, y allí reside desde entonces.
En 1952 ingresó en la Escuela Nacional
de Bellas Artes y se especializó en grabado en metal. Entre 1962 y 1973
desarrolló actividades periodísticas como editora, cronista, redactora e
ilustradora.
Tradujo al portugués textos de Jerzy
Kosinski, Giovanni Papini, Iasuni Kauabata, Konrad Lorentz y Roland
Barthes. Paralelamente se dedicó a la escritura y sus primeras obras
—dirigidas al público adulto— fueron Eu sozinha (1968), Nada na
manga (1973), Zooilógica (1975) y A morada do ser (1978).
En 1979 publicó Uma idéia toda azul,
su primer libro para niños. Le siguieron, entre muchos otros, Doze reis
e a moça no labirinto do vento (1982), O lobo e o carneiro no sonho
da menina (1985), Um amigo para sempre (1988), Intimidade
pública (1990) y Entre a espada e a rosa (1992). Ha ilustrado la
mayoría de sus obras infantiles y juveniles.
Algunos de sus libros traducidos al
castellano son: En el laberinto del viento (1988), Una idea
maravillosa (1991), Ana Z., ¿dónde vas? (1995) y Lejos como
mi querer y otros cuentos (1996), obra con la que ganó el Premio
Norma-Fundalectura 1996.
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Se despertaba cuando todavía estaba
oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de
la noche. Luego, se sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era
un trazo delicado del color de la luz que iba pasando entre los hilos
extendidos, mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas
calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los
pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera
gruesos hilos grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que traían
las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido
con gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la ventana a
saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el
frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven
tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a
la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días
cruzando la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines
del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre,
tejía un lindo pescado poniendo especial cuidado en las escamas. Y
rápidamente el pescado estaba en la mesa esperando que lo comiese. Si tenía
sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la leche. Por la
noche dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era
todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo ella misma trajo
el tiempo en que se sintió sola. Y por primera vez pensó que sería bueno
tener al Iado un marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo
de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las
lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue
apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos
lustrados. Estaba justamente a punto de tramar el último hilo de la punta
de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El
joven puso la mano en el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en
su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro,
pensó en los lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor
y fue feliz por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos,
pronto lo olvidó. Una vez que descubrió el poder del telar, sólo pensó en
todas las cosas que éste podía darle.
—Necesitamos una casa mejor— le dijo a su
mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que
escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las
puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista lo antes
posible.
Pero una vez que la casa estuvo terminada,
no le pareció suficiente.
—¿Por qué tener una casa si podemos tener
un palacio? —preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó inmediatamente que
fuera de piedra con terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la
joven tejiendo techos y puertas, patios y escaleras y salones y pozos.
Afuera caía la nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando
llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y
entristecía, mientras los peines batían sin parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente el palacio quedó listo. Y entre
tantos ambientes, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más
alto, en la torre más alta.
—Es para que nadie sepa lo del tapiz
—dijo. Y antes de poner llave a la puerta le advirtió: —Faltan los
establos. ¡Y no olvides los caballos!
La mujer tejía sin descanso los caprichos
de su marido, llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las
salas de criados. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería
hacer y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza
le pareció más grande que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera
vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente.
Sólo esperó a que llegara el anochecer. Se
levantó mientras su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza,
para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó al
telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo.
Tomó la lanzadera del revés y. pasando velozmente de un lado para otro
comenzó a destejer su tela. Destejió los caballos, los carruajes, los
establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al palacio con todas
las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su pequeña casa y
sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche estaba terminando cuando el
marido se despertó extrañado por la dureza de la cama. Espantado miró a su
alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer
el oscuro dibujo de sus zapatos y él vio desaparecer sus pies esfumarse sus
piernas. Rápidamente la nada subió por el cuerpo. Tomó el pecho armonioso,
el sombrero con plumas.
Entonces como si hubiese percibido la
llegada del sol, la muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola
lentamente entre los hilos como un delicado trazo de luz que la mañana
repitió en la línea del horizonte
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